domingo, marzo 22, 2009

Sustentada por la ficción, un testimonio de la escritora Alice Hoffman

Me dijeron que tenía cáncer en un hermoso y azul día de Julio. Estaba en Cape Cod terminando el primer borrador de una novela cuando sonó el teléfono. Pensé que ya era hora de que me tocara algo de buena suerte, y cuando escuché la voz de mi cirujano supuse que estaba a salvo. En las novelas a la gente se les convoca a oficinas para trasmitirles las malas noticias y, después de todo, era un día demasiado espectacular para una tragedia. Las rosas estaban totalmente florecidas. Las abejas revoloteaban frente a las ventanas, perezosas de polen y calor.

Estaba segura de que mi doctora me llamaba para decirme que el resultado de la biopsia era negativo, estaba absolutamente segura, pero entonces, ella dijo: "Alice, lo siento". Pude detectar preocupación y tristeza en su voz, y entendí que algunas cosas son verdad sin importar cuándo o cómo nos las digan. En apenas un instante, el mundo tal cual lo conocía resbaló de mis manos, dejándome en un planeta lejano, distante; un planeta sin gravedad ni oxígeno, donde todo había dejado de tener sentido para siempre.

Habían sido años malos para mi familia. Mi amada cuñada Jo Ann había perdido su valerosa batalla contra un cáncer cerebral; mi madre había sufrido un severo accidente cerebro vascular para luego ser diagnosticada con cáncer de mama. Yo había pasado dos años completamente involucrada en el cuidado de la salud de varios de mis seres queridos, terminando mi novela Aquí en la Tierra durante horas robadas tan temprano en la mañana que las aves todavía dormían. Al momento en que Aquí en la Tierra fue seleccionada para el Club del Libro de Oprah, ya no me estaba sintiendo muy bien. Dos días después de regresar de Chicago, me palpé y encontré un abultamiento en mi seno.

Durante toda la enfermedad de mi cuñada Jo Ann estuve escribiendo relatos. Necesitaba un espacio ficcional al cual pudiera escapar y no tenía ni el tiempo ni el vigor físico para un proyecto de mayores dimensiones. Pero estas eran historias de una novelista, y rápidamente se fueron entrelazando, era la historia de una familia hundida en las trincheras de las mismas calamidades que mi familia ahora enfrentaba.

Fui al hospital todos los días durante meses, y el mundo exterior, aquellas personas con planes –los amantes, los nuevos padres, los estudiantes- me parecían bastante menos reales que el espacio ficcional que estaba creando. Cuando Jo Ann me pidió que le encontrara un lugar para su tumba, una misión descorazonadora como ninguna, mis personajes de “Chicas nativas” siguieron una senda parecida ese mismo día, aunque ellas fueron mucho más sabias que yo y muchísimo más optimistas. Francamente, no sé si hubiera podido sobrevivir a aquella tarde en particular sin el apoyo de las mujeres de “Chicas nativas”.

En mi experiencia, los enfermos se vuelven más ellos, como si de una vez por todas los excesos les fueran arrancados y sólo su más verdadero centro persistiera. En el caso de mi cuñada Jo Ann, se volvió más dulce con cada día, una persona más amable y compasiva a pesar de su agonía. Mi madre, que siempre atesoró la vida, estaba lista para ver Eyes wide shut con su nieto de 18 años el día cuando en que murió. Mi otra cuñada, Maryellen, diagnosticada con cáncer de seno unas pocas semanas después que yo, utilizó todo su propio conocimiento médico para convertirse en una asombrosa investigadora, tan confiable como cualquier experto.

¿Y quién era yo en el mismo fondo de mi alma, debajo de piel, sangre y huesos? Yo no eran tan adorable y agradable como Jo Ann, ni tan valiente como mi madre, ni capaz o independiente como Maryellen. Supe quien era cuando decidí posponer mi intervención quirúrgica, una soberana tontería, y aún así me sentí impulsada a terminar el primer borrador de mi nueva novela. En un momento cuando todo a mi alrededor parecía estar fuera de control, cuando las vidas eran truncadas y el destino parecía especialmente cruel, tuve la necesidad de alcanzar algún desenlace. Estaba desesperada por saber cómo resultarían las cosas, así fuera en la ficción si no me era posible en la vida. Más que nunca, más que nada, era una escritora.

Me separé de todos excepto de mis amigos más cercanos y mi familia. A casi nadie comuniqué mi enfermedad, y en cambio me sumergí en lo que siempre he encontrado más sanador. Los escritores no escogen su oficio; tienen una profunda necesidad de escribir para poder enfrentar el mundo, y esto era todavía una verdad para mí. Incluso en esas circunstancias, escribir era una experiencia trascendente. Cuando mi condición se agravó y no me podía mantener sentada por mucho tiempo, coloqué un futón en mi oficina y entonces pasaba del escritorio a la cama, una y otra vez hasta que la línea entre el sueño y la escritura no fue más que un hilo delgado y traslúcido.

Lo real y lo imaginario se trenzaron. Vivía mi propio mundo y el mundo de mi libro simultáneamente. Podía reposar sobre una mesa durante un examen óseo y aún allí deslizarme dentro del río donde los nenúfares flotaban aguas abajo, con mis pies hundiéndose en el suave lodo. Podía estar atravesando nevadas, noches de luna o campos de rosas mientras recibía radiación.

Un oncólogo particularmente intuitivo y experimentado me dijo que el cáncer no tenía por qué ser el libro entero de la vida de una persona, simplemente un capítulo. Sin embargo, los novelistas sabemos que algunos capítulos dan forma a los otros. Son los capítulos de tu vida que te golpean fuerte y te enseñan y te hacen llorar, que te invitan a adentrarte al otro lado del telón que nos divide a aquellos que debemos enfrentar nuestro destino más temprano que tarde. Lo que buscaba durante los diez meses de quimioterapia y radiación era una forma de darle sentido al dolor y a la derrota.

Escribí para encontrar belleza y propósito, para saber que el amor es posible y duradero y verdadero, para ver lirios y albercas, lealtad y devoción, aunque mis ojos estuviesen cerrados y todo lo que me rodeara fuera una oscura habitación. Escribí porque eso era yo en mi centro, y si estaba muy debilitada para caminar alrededor de la cuadra, igual me sentía afortunada. Una vez que iba a mi escritorio, una vez que empezaba a escribir, todavía creía que cualquier cosa era posible.
(originalmente en the new york times, traducción libre Jesús Nieves Montero)

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